sábado, 9 de marzo de 2013

La pataleta o cómo enmascarar la tristeza

Hugo no me regalaba demasiadas sonrisas. No me quedaba muy claro si se debía a que mi acento extranjero le sonaba raro, a que mi tamaño era demasiado grande respecto a él o, simplemente, a que yo le caía mal. No obstante, esta última opción no me parecía muy probable, puesto que tampoco se escondía de mí y posaba en cuanto le mostraba mi cámara. Sus inmensos ojos oscuros y su expresivo rostro, heredado cual fotocopia de su mamá, me cautivaban desde el otro lado del objetivo.

Aquella mañana yo dejaba Matanzas, el lindo pueblito cubano donde me había alojado durante unos 10 días, y antes de encaminarme hacia La Habana, desde donde despegaba mi avión, pasé por casa de Libis para despedirme de ella y de su acogedora familia. Hugo no quiso darme un beso. De hecho, apenas le vi la cara. No quiso salir de debajo de las sábanas mientras el resto de familiares trataba de convencerle diciéndole que tardaría mucho tiempo en volver. Pero él siguió peleando con quien intentase sacarle de su escondite. Hugo, a sus tres años, simplemente estaba triste...

2 comentarios:

Alberto dijo...

Se marchaba su amiga y Hugo no quería saber nada más. Me pregunto en qué momento de su vida un niño aprenderá a disfrazar su pena. Y el resto de sus sentimientos.

Precioso texto.

Albertobé dijo...

Por favor, Concha. Elimina esa soberana estupidez que escribí...