A veces el tiempo se detiene. Y parece infinito. Internamente sabes que todo acaba, que pasará una hora (o mil) y estallará la pompa de jabón multicolor. Pero no lo sientes así. Lo que deseas es que el corazón pueda ensancharse, que sus paredes sean tan flexibles como el globo de un chicle, porque sientes -de verdad lo sientes- que puede llegar a romperse ante tamaña exhibición de Belleza. Intentas respirar e, incluso, en algún momento de heroicidad lo consigues. Y miras a tu alrededor. Y esas luces deslumbrantes no hacen sino resaltar lo que ya tenías más que visto, solo que ahora con matices asombrosos. Y temes que la caída del telón suponga también que el sueño se esfume. Pero, como bien dirías después, la primavera recién estaba deshaciendo su maleta al llegar a casa. Por eso las calles empedradas nos abrazan y los efluvios báquicos nos encantan. Por eso, todavía hoy, en un tiempo detenido bastante tiempo después, seguimos suspendidos en un ay.
domingo, 24 de marzo de 2013
sábado, 9 de marzo de 2013
La pataleta o cómo enmascarar la tristeza
Hugo no me regalaba demasiadas sonrisas. No me quedaba muy claro si se debía a que mi acento extranjero le sonaba raro, a que mi tamaño era demasiado grande respecto a él o, simplemente, a que yo le caía mal. No obstante, esta última opción no me parecía muy probable, puesto que tampoco se escondía de mí y posaba en cuanto le mostraba mi cámara. Sus inmensos ojos oscuros y su expresivo rostro, heredado cual fotocopia de su mamá, me cautivaban desde el otro lado del objetivo.
Aquella mañana yo dejaba Matanzas, el lindo pueblito cubano donde me había alojado durante unos 10 días, y antes de encaminarme hacia La Habana, desde donde despegaba mi avión, pasé por casa de Libis para despedirme de ella y de su acogedora familia. Hugo no quiso darme un beso. De hecho, apenas le vi la cara. No quiso salir de debajo de las sábanas mientras el resto de familiares trataba de convencerle diciéndole que tardaría mucho tiempo en volver. Pero él siguió peleando con quien intentase sacarle de su escondite. Hugo, a sus tres años, simplemente estaba triste...
martes, 22 de enero de 2013
Piezas de mi colección privada
El museo del Prado estaba hoy lleno de peques. Había varias excursiones organizadas por colegios, con sus pacientes profesoras al frente (y en medio y al final, para que nadie se dispersase) de las hileras uniformadas de niños y niñas que anudaban sus manitas para no extraviarse. E iban cruzándose por mi camino todo el tiempo. Y yo observaba sus caritas ojerosas, cansadas, traviesas, divertidas, al tiempo que me sumergía en el siglo XVII español a través de su pintura. Y trataba de adivinar si aquellos chavalines podrían paladear (como yo) el aire encerrado en "Las Meninas" o simplemente se fijarían en el perro tirado a los pies de la infanta Margarita y se identificarían con el juguetón de Nicolasito Pertusato.
Menos trabajo me costó traducir lo que observé "dos siglos después" en un piso inferior, durante la visita que, cada cierto tiempo, hago a mi perro. Allí, entre las trece pinturas negras que Goya inmortalizó en la Quinta del Sordo, una pareja madurita jugaba a la infancia. Aquella mujer y aquel hombre que apenas enlazaban un par de dedos (como aquellos alumnos de la planta de arriba) y se miraban como si no hubiese otra manera posible de mirarse que esa pintaban ante mis ojos (y los de mi perro) un lienzo de brillantes colores que contrastaba con la trágica sala. Ella le susurró algo imperceptible a mis oídos y él la miró emocionado y la besó con ternura. No había nadie más alrededor. Me sentí el ser más privilegiado del planeta por ser la única espectadora de aquella performance. ¿Qué mejor obra de Arte que el Amor absoluto? ¿Qué mejor lugar, por tanto, para una demostración afectiva que una pinacoteca?
domingo, 20 de enero de 2013
Maneras de extrañar (y de querer)
Esta noche tengo alma de tango. Y no es justo, lo sé. Una de mis mejores amigas emprende esta noche una linda aventura: se va a vivir a Buenos Aires. Me encanta saber que, más allá de la tecnología, el trabajo seguirá uniéndonos (cada una en un lado de la pantalla) y, sobre todo y por encima de la penita de hoy, que va a empezar una nueva vida. Con la falta que eso hace en estos momentos.
No tenía claro qué escribir ni siquiera pensaba hacerlo, pero ahora, al revisar comentarios e imágenes de facebook, he empezado a reirme al contemplar las diferentes maneras que tenemos los seres humanos para afrontar determinadas situaciones y, especialmente, determinados sentimientos.
¿Cuántas maneras hay de extrañar a alguien? Podría afirmar, sin temor a equivocarme, que tantas como personas diferentes hay sobre la faz de la tierra. Pero me concentraré en tres ejemplos reales que bien valdrán como resumen de la vivencia de hoy. Una amiga, de esas que van de duras por la vida, alardeando y vociferando a la vida, limpiándose besos de las mejillas y escapando de los abrazos, decide confesar -a falta de una hora y media para el despegue del avión- que se le va una parte del alma. Otra, que también tiene una barrera impresionante para los asuntos trascendentales, aunque luego basta con rascar un poquito -si se la conoce, claro- para encontrar el tesoro oculto, no puede hablar por teléfono (una de las cosas que, por otra parte, más le gusta hacer) y se pone a cocinar. El tercer caso es el mío: tras saber que la viajera no quería despedidas de aeropuerto, los lagrimones han empezado a resbalar por las mejillas (en medio de mi jornada laboral) y, al llegar a casa, he tropezado en La 1 con "Las trece rosas", una maravillosa película para seguir llorando. La despedida (trágicamente triste, es decir nada que ver con lo de mi amiga) de esas jóvenes ha coincidido en hora con la salida de ese vuelo de Iberia y he dejado de llorar.
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viernes, 4 de enero de 2013
Nueve años de Vida
El 3 de enero de 2004 entré por primera vez en aquella casa de Carabanchel. Lucía un sol espléndido, tanto como el de hoy. Yo iba refunfuñando. Me había gustado tanto la que había visto en el centro la tarde anterior que sabía que este cuarto piso sin ascensor en un barrio "periférico" no me atraería nada. Por supuesto, como tantas otras veces en la vida, me equivoqué. Tras hacer la correspondiente visita con la dueña, invité a la chica de la inmobiliaria a tomar una cerveza en un bar (que hoy ya ni existe): sabía que había encontrado "mi lugar".
Aunque su "cumpleaños oficial" es el 30 de enero (fecha en que pasó a ser de mi propiedad, bueno, mejor dicho del banco al que pago su hipoteca), hoy celebro estos nueve años de convivencia, nueve años cargados de Vida. Han sido much@s l@s amig@s que se han alojado entre sus paredes (tanto que ya ha sido bautizado por algun@s como el "Hostal Carabanchel"); muchos más los corchos de vino acumulados en tantos y tantos brindis; bastantes las fiestas, reuniones y/o encuentros gastronómicos celebrados; intensas las charlas mantenidas en todos sus rincones, empezando por la terraza y terminando en el dormitorio; anécdotas (algunas) que mejor olvidar; abrazos (infinitos) que mejor seguir atesorando; lindas las dedicatorias que pueblan las hojas de su libro de visitas...
"Ya se oyen las risas, los besos, las lágrimas, las caricias, las músicas, los sonidos de las copas y los cubiertos..." (9-4-2004). Con esta frase, mi mejor amigo -que parece conocerme bastante mejor que yo misma- adelantaba en una de aquellas primeras páginas lo que ocurriría en los tiempos siguientes, cuando yo ni podía imaginarlo.
Mi casita (que hoy es naranja, aunque cuando la conocí sus paredes eran blancas) crece al tiempo que yo lo hago. Su decoración (que ni siquiera está terminada después de tantos años) es tan variable como mi humor, pero si de algo estoy orgullosa es de que quien la pisa reconoce sentirse "como en casa". Y eso, de alguna manera, también habla de mí, de mi manera de ser, de mi forma de compartir mi vida, de mi relación con mi gente querida (o simplemente de paso).
Hace nueve años no imaginaba que hoy estaría escribiendo algo como esto, pues no tenía ordenador y mucho menos internet. Hace nueve años no soñaba con vivir tanta Vida.
jueves, 20 de diciembre de 2012
La vida es para disfrutarla
Estoy viendo la tele, como cualquier otra noche tonta, y acabo de ver un anuncio de esos típicamente navideños, de una de esas empresas que antes se gastaba una pasta en hacer publicidad contratando a grandes estrellas y que este año, no sé si por la necesidad económica o porque se lleva "tocar la fibra sensible", opta por mensajes de personajes anónimos. Pero me ha impactado el lema: "La vida es para disfrutarla".
Hoy es uno de esos días raros por cuestiones que no vienen al caso, pero de esos que no te dejan estar bien del todo al final de la jornada. Además, la enfermedad de Tito Vilanova -que hoy copa buena parte de los informativos y de las charlas- y, lo que es más gordo (por la profesión y porque toca de cerca a un querido amigo), se confirma el cierre de Punto Radio. Pero acabo de escuchar esa frase y me he dado cuenta de que -y no hablo de los problemas serios, esos obviamente le tocan el humor a cualquiera- muchas veces nos preocupamos de tonterías, nos cabreamos por auténticas bobadas, le damos una excesiva importancia a cosas que no lo tienen, concedemos valor a personas que no lo merecen.
La vida, efectivamente, es para disfrutarla. Ya sea porque se acaba el mundo el 21 de diciembre o no. Si se acaba, pensemos cuál es la mejor manera de disfrutar a tope ese día. Si no, pues también. Vivámoslo a tope y al día siguiente más...
P.D. Gracias, Alberto, por "picarme" para volver. Creo que lo necesitaba...
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sábado, 18 de agosto de 2012
Una ruta neoyorquina
Como ya anuncié hace unos días, he empezado una nueva andadura: una colaboración regular con otro blog, en el que irán apareciendo relatos varios de mis múltiples viajes. Si en la primera entrega, la erótica del tango se mezclaba con el aire clásico del Café Tortoni, en esta ocasión es un bar neoyorquino el que acoge una de esas historias que, como dicen mis amig@s, solo me pasan a mí... Todo entremezclado con una de mis películas favoritas, "El clan de los irlandeses". Espero que os guste...
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