"Con la inocencia tan graciosa,
que cambia el nombre de las cosas,
con ese brillo que te quita el frío,
cuando las noches son lluviosas...
Volver a ser un niño, volver a ser un niño,
volver a ser un niño, volver a ser un niño..."
(Los Secretos, "Volver a ser un niño")
Aquel pequeñajo iba engurruñado en su asiento y sus diminutos pies, alejados de los protocolos de urbanidad (quién le va a explicar a un niño qué es exactamente eso), apoyados sobre el mismo. Su cara, medio escondida tras sus manos, denotaba aspecto de granujilla, uno de esos que tienen tal grado de travesura como de simpatía y de ternura. Una señora le hacía gestos desde la fila enfrentada a la suya y él le devolvía la jugada. Yo llevaba un rato observando aquel intercambio anímico y continué hasta que la mujer llegó a su parada y ocupó su lugar un hombre de mediana edad (sin duda parecía mucho más joven de la realidad que marcaban algunas arrugas alrededor de sus ojos mínimos). Su mirada se ilusionó cuando vio que aquel crío le vigilaba desde detrás de su visillo digital y le enviaba señales. Él sonrió y empezó a hacerle burlas con la lengua y a bromear desde la cercana distancia, a lo que el chaval respondió durante varias estaciones. Su madre, desde el asiento contiguo, disfrutaba con el entretenimiento de su hijo y de aquel "niño grande". Mientras, el resto del vagón ni se inmutaba...
La mirada de un niño es la más cristalina que existe, la única capaz de vislumbrar al otro desde el fondo mismo del alma, la que permite reconocer a un semejante -aunque este pueda, en algún caso, triplicar o cuadruplicar su edad-. Una de las cosas más importantes en esta vida es mantener la inocencia (incluso la ingenuidad, por qué no), la brillantez, la calidez y, por supuesto, la limpieza de aquella mirada que tuvimos en la infancia. Solo esa nos permitirá distinguir lo bello de lo feo, la verdad de la mentira, el Amor de cualquier otro juego...